"Hacía un frío de cojones cuando la
mañana alcanzó a Baruch, todavía entumecido por el cansancio. Sólo llevaban
unos días de asedio, pero la tienda ya hedía a sangre y sudor. Alargó la mano
para coger el cuenco con agua para lavarse la cara, pero observó unos instantes
una flema flotando, lo dejó en el suelo y salió al barullo del campamento
rascándose la barba.
Admiró el trabajo de las catapultas mientras masticaba una tira fría y correosa de tocino. A unos cientos de metros, los cadalsos de la muralla norte ardían. Eran -habían sido- estructuras de madera situadas en lo alto de la muralla desde los que la guarnición del castillo había vertido agua hirviendo sobre los asaltantes. La piel cayéndose a tiras, las ampollas, el olor... había sido inhumano.
Dejó a sus compañeros de armas
hablando de lo que haría con las prisioneras. Mientras atravesaba el centro del
campamento vio el pabellón del Conde Sergius, un aristócrata segundón con unas
gotas de sangre real pero sin apenas riquezas, que había destacado como
guerrero y había conseguido reunir bajo su pendón un pequeño ejército
mercenario. En ese momento el toque de corneta volvía a llamar a filas a los
ingenieros. En cuanto las catapultas cesasen llamarían a los peones veteranos
para formar la vanguardia del asalto y él era uno de ellos. Miró con disgusto
la pesada cota de mallas que iba a vestir.
Baruch sintió que la puerta cedía
bajo el golpe del ariete y una lluvia de flechas les dio la bienvenida. Uno de
sus camaradas, justo delante de él, cayó al suelo con una flecha clavada en su
garganta. Saltó por encima de su moribundo compañero, con el escudo enfrentado
a sus enemigos, y corrió con rapidez hacia el umbral.
Varios filos chocaron contra su
armadura y uno de ellos hizo que su casco volase por los aires, pero salió
indemne. Una vez superada la primera línea, giró sobre sí mismo soltando un
tajo a baja altura, seccionado músculos y tendones de uno de sus adversarios.
Cubriéndose con el escudo, avanzó manteniendo a distancia sus enemigos con su
cimitarra.
No le resultó difícil esquivar a
los lanceros y dejó atrás la contienda. Tenía una misión mucho más importante,
alcanzar el templo de Anu, el dios-toro, y hacerse con la joya de la testa de
la estatua que presidía el altar. Su patrón, un misterioso hechicero llamado
Peltias, había sido muy preciso en cuanto a su encargo.
Jadeante, frente a las puertas del
templo, Baruch observó a los dos guardias muertos en la escalinata del templo.
Limpió en silencio su hoja con la capa de uno de ellos mientras miraba sin ver
las columnas de humo que empezaban a ascender en las zonas de la ciudad donde
el pillaje había comenzado.
El interior estaba oscuro y el
ruido de la calle quedaba amortiguado en los salones del dios Anu, cabeza del
panteón shemita y padre de la diosa Ishtar. “Dulce Ishtar” murmuró casi sin
darse cuenta, mientras penetraba en el recinto más y descubría la estatua de cuatro metros de altura con atributos de hombre y de toro al mismo tiempo. Frente a
él, un altar donde quemar incienso y una tarima con una argolla donde amarrar
los bueyes durante los sacrificios. Tal y como había descrito Peltias, la
cabeza astada de la efigie lucía una gran gema engastada en su frente.
Cuando sus ojos se acostumbraron a
la oscuridad, Baruch trepó con agilidad por el ídolo. Encaramado en los hombros
de piedra, su daga reluciente empezó a tantear el punto óptimo donde ejercer
presión para sacar la joya. En ese momento oyó un leve chapoteo.
En silencio mortal levantó la
mirada y escrutó la oscuridad. Los latidos de su corazón, que golpeaban el
pecho y las sienes cada vez con más urgencia, casi se pararon al ver como una
sombra informe y pulsante cobraba vida y reptaba de entre la negrura del santuario.
Como un charco de suciedad oleosa,
aquello avanzaba lenta e inexorablemente, impulsado con pseudópodos babeantes y
un instinto preternatural, hacia Baruch, que se afanaba en obtener el objeto de
su encargo. La gema se desprendió de su base con un chasquido seco justo cuando
la sombra tocó la estatua y el shemita dio un gran salto fuera del alcance de
aquel horror.
De aquella oscuridad móvil empezó a
emerger una forma hecha con la misma sustancia, una sombra con atributos
humanos, ¡con piernas para perseguir y brazos para estrangular!
Baruch pasó la gema a la mano
izquierda, desenvainó nervioso su cimitarra y esperó la acometida de aquel ser
sin rostro que le cerraba el paso. Unas manos borrosas se lanzaron a su
garganta y la cimitarra las cortó con facilidad, pero al mismo tiempo varios
tentáculos surgieron del aquel torso y asieron primero piernas y después
brazos.
La cosa empezó a formar una
abertura en el centro, llena de negrura y dientes, mientras los tentáculos se
hacían más gruesos y fuertes. Mientras el soldado era arrastrando hacia las
monstruosas fauces, este trataba desesperadamente de soltarse de su presa,
aferrado a los pseudópodos con sus manos desnudas.
Justo cuando iba a sucumbir un
débil rayo de luz se reflejó en el acero de la cimitarra, olvidada en el suelo,
e impactó en el demonio. Con un aullido sordo el ser hecho de sombras se
replegó sobre sí mismo y soltó al shemita. Este aprovechó la ocasión para
localizar su escudo y correr hacia él.
Calculando el ángulo adecuado para
que la luz que entraba por la puerta del templo se dirigiese a donde estaba la
sombra, Baruch buscó con la mirada la gema. Calculó rápidamente sus
posibilidades y decidió escapar de ahí, sin gema pero con su vida y su cordura
más o menos intactas.
La Sombra de Anu, escrita por "Aries".
¿Os ha gustado la primera Leyenda de Hyboria? A nosotros nos ha encantado ¡por Crom!¡Gracias Aries por tu aporte!
Si quereis participar recordad que podéis enviar vuestros relatos (no más de 2000 palabras) de Espada y Brujería en la Era Hyboria a: lairadecrom@gmail.com
Wuah, me ha encantado!
ResponderEliminar¡Tu relato también nos ha gustado mucho Phobos! ;) ¡Un saludo bárbaro!
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